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pero en ninguno de sus discípulos (que él, naturalmente, no consideraba discípulos y que no se hubiesen atrevido a autopro- clamarse como tales) había encontrado mayor devoción. Desde que Washington entró en el partido, Cuello se había acercado a él y nunca más lo había abandonado. Bastaba toparse con Cue- llo, dondequiera que estuviese, para saber que Washington no andaba lejos. E, inversamente, seguro que en todo lugar del que Washington ocupara el centro, podía deducirse que Cuello me- rodeaba, atento y callado, en la periferia. Nadie reparaba en él, pero todo el mundo daba por sobreentendida su presencia. Era incomprensible, si se tenía en cuenta todo lo que los separaba lo que para Cuello eran dioses, Washington, sin, desde luego, hacérselo notar, lo despreciaba. Era difícil saber si Cuello igno- raba la perplejidad de la gente por su amistad estrecha con Washington o si, estoico, e intensificando de ese modo su devo- ción, perfectamente al tanto, la soportaba. Desde luego, el so- brenombre que le habían puesto, el Centauro, si alguno, por in- delicadeza, podía llegar a dirigírselo directamente, nadie se hubiese atrevido a emplearlo en presencia de Washington. No era raro llegar a la tardecita a lo de Washington y encontrarlos a los dos bajo un árbol, sentados en sillas bajas, tomando mate e intercambiando frases espaciadas, lacónicas y llenas de sobre- entendidos de las que resultaba difícil saber sobre qué versa- ban. Tal vez, como venían del mismo pueblo, experiencias co- munes, puramente materiales cosas, lugares, gente les faci- litaban la conversación, pero, según el Matemático, debía haber algo más, ya que es sabido que a menudo con la gente que tie- ne un origen común sucede lo contrario, a saber que más bien se esquivan cuando se topan fuera de su lugar de origen, como si el hecho de conocerse desde antes les hiciera perder un poco de consistencia. No, según el Matemático, esa fidelidad viene de finales de los años cuarenta, cuando a Washington lo encerraron en el manicomio. Y su causa, revela el Matemático, alzando un poco la voz con un tono de ligera soberbia y de rebeldía, exce- dido por las alusiones injustificadas de Tomatis, la causa de esa fidelidad, él lo sabe de buena fuente, no viene sino de que Cue- llo, en ese entonces dirigente de la juventud, se las ingenió para hacer encerrar a Washington en el manicomio y obtenerle una pensión por invalidez, evitando de ese modo que lo mataran. Según las informaciones que ha podido obtener el Matemático, su supresión era inminente, y la gente de Cuello, basándose en comportamientos bastante desmedidos de Washington en esa época, y en algunas de sus rarezas, había convencido a los par- tidarios de la ejecución de que Washington estaba loco y que ellos se encargarían de sacarlo de circulación. Desde luego, va- rios de los viejos amigos de Washington acusaron a Cuello de haber urdido, como se dice, una maquinación, y le habían en- chastrado dos o tres veces el frente de la casa con pintura roja y con alquitrán, amenazándolo de muerte, pero cuando Was- hington empezó a recibir visitas en el manicomio al principio lo tenían con camisa de fuerza y todo el único miembro del partido que aceptaba ver era Cuello. En todo caso, Cuello lo visi- taba todas las semanas, llevándole comida, ropa, libros e in- cluso, afirma el Matemático, había tenido la delicadeza de frenar la campaña del partido, que acusaba públicamente a la extrema izquierda de haber empujado a Washington a la locura. Según el Matemático, las insinuaciones de Tomatis constituían una falta de respeto no únicamente hacia Cuello sino sobre todo, y bien mirado, hacia Washington, para quien, en esos tiempos difíciles, Cuello debe haber sido, más que un apoyo político o afectivo, un criterio de realidad. Cuando no únicamente los otros, sino inclu- so su propia razón parecía abandonarlo. Cuello se volvió la últi- ma referencia, el último puente con el mundo, y como al año, cuando salió del manicomio y pasó por ese período depresivo que le duró hasta fines del cincuenta y uno, Cuello era el único que lo veía y que aceptaba pasar días enteros en Rincón Norte sentado frente a Washington, que no decía una palabra y que sacudía la cabeza de tanto en tanto, emitiendo un suspiro pro- longado. Pasaron muchos meses antes de que, de ese silencio aturdido y terrible, empezaran a salir, poco a poco, las frases espaciadas, lacónicas y llenas de sobreentendidos que constituí- an su conversación, frases, por otra parte, de las que era difícil adivinar el contenido, porque, desde que aparecía un tercero, sin disimulo ni precipitación, sino del modo más llano y natural, indefectibles, cesaban. En presencia de los demás, Cuello pare- cía dejar de existir y Washington mismo le dirigía la palabra muy de tanto en tanto, como para hacer notar su presencia o darle vida durante unos instantes gracias a sus frases interroga- tivas, respetuosas, y no exentas de una complicidad irónica y remota: ¿No le parece, Cuello? Washington no tuteaba a nadie y nadie lo tuteaba, salvo su hija , ¿Vio, Cuello, lo que le decía?, a las que Cuello ni siquiera contestaba, limitándose a existir, a cobrar, como se dice, consistencia y volumen en lo exterior, del mismo modo que, con alguna fórmula mágica, un hechicero ma- terializa, en el espacio vacío, para los sentidos de la asistencia, un ser hasta entonces invisible cuya presencia dura lo que dura la invocación. Como trabajaba de secretario en la Mutual de Carniceros la mujer era profesora de música en la Escuela Normal nunca llegaba a Rincón Norte sin una tira de asado, que Washington ponía al fuego después de un rato de conversa- ción, y que comían de parados cerca de la parrilla, sin platos ni nada, cortándose bocados de la misma costilla sobre una tablita. Según el Matemático, Washington tuvo escondido a Cuello en su casa durante un tiempo, porque lo buscaban los Comandos Civi- les, hasta que pasaron los meses más duros y pudo reaparecer. Era extraño verlos tan cercanos y tan distintos a la vez. Cuello publicaba de tanto en tanto sus colecciones de cuentos criollos, y en diarios y revistas que para Washington representaban el colmo del ridículo e incluso de la infamia, pero no era raro llegar a su casa y ver sobre su escritorio alguno de los volúmenes de Cuello, con su correspondiente dedicatoria y un señalador so- bresaliendo de entre las páginas que demostraba que Washing- ton los leía. A veces al Matemático le parecía que, cuando había mucha gente, la expresión de Washington se alertaba un poco si creía percibir en los presentes la sombra de alguna ironía sobre Cuello tanto que esa ironía remota era reprimida de inmediato a causa de la tensión que empezaba a pesar sobre los presen- tes; y únicamente cuando esa sombra se disipaba por completo,
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