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alababan sin entender, cogiendo tan sólo el efecto general, el que habla más al sentido solo, como sucede con el deleite de la música para los profanos; y notaba también que se cansaban, a poco, de contemplar, y acababan por no ver nada, porque todo les parecía ya lo mismo: sentí- an el hastío del vulgo visitando largo tiempo las salas de un museo. En cambio, para mí, que tengo en estos montes, en estas vegas, en estos árboles y en estos prados, riachuelos y playas, una especie de historia natural... externa de mi propio ser, cada accidente del terreno adquiere casi una personalidad, y tiene de fijo una historia. Porque es de adver- tir que de unos a otros años, según yo voy cambiando, va cambiando también el aspecto de cada paisaje y de cada pormenor del mismo, sin que ellos dejen de ser como eran, en lo principal a lo menos. Así como en el Quijote, leído un año y otro, se descubren cada vez, según la épo- ca de la vida en que se lee, nuevas bellezas, nuevas profundidades 25 (como también pasa con Shakespeare, Pascal, etc., etc.), así yo veo en cada nueva etapa del viaje de mi vida novedades que no sospechaba en la tierra, que he pisado y contemplado siempre. Además, las nuevas excursiones por alturas o por profundidades no visitadas antes, me hacen encontrar relaciones nuevas entre montes y montes, entre valles y valles, entre ríos y fuentes. Mi topografía poé- tica, que es todo un poema, mitad didáctico, mitad psicológico, tiene variaciones constantes que pican en dramáticas. Así, por ejemplo, en la edad a que ahora llego, cuando esto escribo, toda esta comarca que descubro, con unos buenos anteojos de marino, desde la cumbre, me parece más pequeña. Castilla está mucho más cerca que yo creía cuan- do niño: dos, tres leguas no son nada. Ciertas colinas que yo creía antes autonómicas son derivaciones de todo un sistema, dependencias de montes mayores. Todo está más cerca y más relacionado que yo pensa- ba, todo es menos misterioso, y todo está más triste y menos verde, y, así, como algo gastado. Los árboles que mueren me llevan algo del al- ma, mientras que los que nacen me parecen forasteros. En fin, dejando esta pendiente por la cual se llega a esa clase de disparates que consis- ten en hablar de cosas recónditas que no pueden entender los demás, vuelvo al punto de partida de esta digresión, o sea al momento en que, bajando por el valle de Concienes con mi madre, creí notar que aque- llas novedades del paisaje... ya las había visto algunas veces, o las había soñado cuando menos. ¿Qué es esto? me decía . Si para mí ca- da rincón nemoroso de esta querida tierra tiene fisonomía particular, y, sin que me engañen las apariencias de igualdad o de gran semejanza, descubro siempre diferencias que me sugieren ideas, sensaciones y sentimientos distintos entre arroyo y arroyo, entre cueto y cueto, entre llosa y llosa, panera y panera, lagar y lagar, quintana y quintana; ¿en qué consiste que todo esto que voy viendo, con ser diferente de lo co- nocido, con tener su propia fisonomía, bien acentuada, con despertar un modo especial del sentimiento, no es para el alma cosa completa- mente nueva, y si no evoca recuerdos, tampoco tiene el sabor singular de lo desconocido? ¿Será que alguna vez, imaginando cómo serían esta vega, ese bosque, esos prados, aquella ladera, había dado en la cuenta, 26 me había figurado la verdad? No, no podía ser eso: en mi vaga remi- niscencia había la especial dulzor melancólica que acompaña al re- cuerdo, mejor dicho, a la presencia ante el alma renovada de un modo natural en que se halló algún día el espíritu viejo del cual todavía lle- vamos algo dentro del corazón y del cerebro. Yo no recordaba nada de las circunstancias personales en que había visto aquello: ¿cuándo, con quién, cómo había estado allí? No lo sabía. Tampoco podía precisar la imagen antigua de ningún objeto particular: la reminiscencia era del conjunto y, por entonces, sin relación alguna a mi estado de aquel tiempo incierto. El resultado de aquella extraña evocación era muy pa- recido a lo que puede llamarse el recuerdo de un perfume o de una música; más de un perfume. Madre pregunté no pudiendo contener la curiosidad, querien- do explicación para aquel raro fenómeno , alguna vez allá, cuando era niño, muy niño, ¿me trajeron por aquí, bajé yo al Castillo? Mi madre no recordaba. Lo que es conmigo nunca viniste: al menos yo no me acuerdo. En rigor probaba poco o nada el testimonio de mi madre. Desde la muerte de su marido, para aquella mujer, que había envejecido de repente, la memoria no era más que una carga dolorosa. No quería bromas con el dolor, porque éste era tan fuerte para la pobre viuda que había estado a punto de matarla... y ella quería vivir para su hijo. Antiguamente, en vida de mi padre, era un poco devota, tirando a mística, y algo romántica de la manera más inocente del mundo: gus- taba entonces de recordar las cándidas aventuras de su juventud, las cosas de aquellos tiempos. Ahora huía de todo esto, no pensaba más
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